domingo, 22 de agosto de 2010

ANIMALES

Hace mucho que descubrí que el ser humano es una analogía de la falacia y el raciocinio enmascarado.  La razón radica en la importancia que genera en nosotros mismos la aceptación social externa a nuestra propia persona.  Comenzando por el aspecto físico y acabando por el nivel intelectual. Desde que el individuo es arrojado al mundo,  una constante carrera se configura como lo primordial, como la base de cada acto. Pretendemos ser mejores, tener más, caer mejor, conseguir un nivel de vida que muchos calificaríamos como de lujuria excesivamente  sexual, en base a objetos materiales. Ser mejores. ¿Pero mejores que quién? Mejores que nosotros mismos, porque nuestro interior es en ocasiones terrorífico.

El ser humano tiene la capacidad de sentir miedo hacia sí mismo. Hacia aquellas situaciones en las que el verdadero Yo sale a la luz. Instantes que vivimos en primera persona, pero que sentimos como un agente externo. Y pasado el momento, nos cuesta reconocer un trozo de nosotros mismos en esa actuación.  Es el momento en el que nos damos cuenta de nuestra parte animalizada y nos vemos reflejados cual pintura negra de Goya, sin poder ni siquiera reconocer nuestro más profundo Yo. Y asusta.

La capacidad de maldad en el ser humano es directamente proporcional a su capacidad de amar. Y ambas cosas asustan. La terribilidad de poder amar de manera inconmensurable pero la excesiva tendencia al odio hacia uno mismo y hacia los demás. El ser humano, es y ha sido siempre, un animal movido por los instintos más básicos. No dejamos de ser eso: animales.

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